lunes, 22 de febrero de 2010

Réquiem por el Tigre

Uno busca un lugar donde poder llegar y encontrarse con amigos o desconocidos. Un sitio donde lo traten bien y el mesero te salude; donde lleguen chicas bonitas y feas, felices o tristes. Que haya mujeres cuando menos para no sentirse en un monasterio. Donde llegué el borracho impertinente y lo puedas sacar sin que nadie te diga nada. Uno se hace cliente de un bar porque le gusta el decorado, porque la cerveza está bien fría, porque puedes cantar canciones de Raphael o de Portishead, porque no te van a robar con el cambio y porque en la puerta nadie te va a detener.

Sigo pensando en las razones que obligan a una persona a esperar detrás de una cadena para ingresar a un lugar con la música a volúmenes increíbles y comprar tragos a precios pendejos. Por eso prefiero los lugares pequeños, con espíritu. En el centro del DF me gusta el Dos Naciones, El Río de la Plata y los Jarritos. En Puebla está El Puerto de Veracruz y en Tlaxcala estaba El Tigre. Un pequeño tugurio bajando del empedrado, poco después de los Velatorios Montserrat. Ahí uno siempre era recibido por don Raúl, (don Tigre para los cuates) y su amorosa y alivianada esposa: doña Vero (aka doña Tigre o doña Tigresa).

Uno llegaba con el calor de la tarde y empujaba la cortina de plástico para encontrarse con la concurrencia frente a una Indio y su vaso de plástico. Te acodabas en esas pequeñas sillas y de inmediato llegaba la cerveza a tu mesa. Don Raúl te limpiaba la mesa con su trapo y con una sonrisa te decía: ¿Qué te tomas mi Iván?, como si pidiera una cosa diferente cada vez. Le seguía el juego y volteaba a ver los refrigeradores. Una Victoria, decía y me levantaba a poner una canción en la rocola.

Cuántas historias no comenzaron así; cuántos jefes no llevaban a sus secretarias ahí para convencerlas de darles unas nalgadas, cuántos estudiantes no hicieron coperacha para la siguiente ronda mientras su compa trabajaba en el corazón de su amiguita; cuántos amigos no se hicieron hermanos y cuantas discusiones no se finiquitaron a golpes. Cuántos besos no se dieron, cuántos ¡salud! no se dijeron. Ah don Raúl, para qué se mueve. Ya no va a ser igual. Como dijo el poeta: Otra vez a llorar con extraños y a llorar por los mismos dolores.

lunes, 15 de febrero de 2010

La fiebre de la cabaña

Es un término coloquial para referirse a una forma de claustrofóbia. Se conoce por este nombre por que se descubrió en mineros que trabajaban en las gélidas tierras de Alaska. Estos personajes, rodeados de nieve perpetua, se resguardaban por periodos prolongados en cabañas aislándose así de una realidad más amplia. Al ir pasando los días acababan fabricando su propia realidad, fusionando fantasías individuales o colectivas con los remanentes de realidad que recordaban.

La fiebre de la cabaña crea una percepción hibrida de la realidad y la fantasía. Es decir, mientras en el exterior, la realidad tangible continua, las personas que la padecen hermetizan aun mas su amalgama de ideas incrementándose los rasgos paranoides. Su egocentrismo, egolatría y narcisismo (que aunque muy relacionados no son lo mismo) acaban por desenmascarar una personalidad con delirio de Mesías. Los síntomas más clásicos de estos enfermos son ideación persecutoria, hostilidad, intransigencia y actitud beligerante.

La fiebre de la cabaña no necesariamente se da en remotos lugares, puede darse en cualquier sociedad endogámica o pequeña. Hace algunos años conocí aun músico que tenía un grupo de rock con un éxito regular en el estado. Su ego, huelga decirlo, era enorme. Afirmaba que hacía giras y llenaba estadios. En su cabeza pasaba todo eso, pero lo increíble era que convencía más gente de su decir. Cuando el instituto de la Juventud, bajo la coordinación de Beatriz Patraca, comenzó a hacer conciertos con grupos de rock nacionales y locales, su ego se fue empequeñeciendo, al grado que dejó de tocar. Lo malo no era que dijera eso, lo malo es que no había con quien compararlo, no tenía contrincante válido. Sigo pensando que en el estado vivimos una fiebre de la cabaña y una visión endogámica de la situación cultural.

Podremos hacer talleres con gente de nuestro estado –que es muy talentosa- pero necesitamos que vengan de otros lados para nutrirnos y nosotros salir. Esta bien que regresen los talleristas, pero que sean de otros grupos, no solo de uno. Necesitamos que además de exponer artistas locales y obra venida de nuestras las iglesias, expongan extranjeros y obras con nuevas tendencias. Sino sucede esto, terminaremos por enloquecer.

miércoles, 3 de febrero de 2010

Flagelos

Cuando llego, mi abuelo está derribado en un sillón frente a la tele. Apenas si detiene el control con su mano derecha. Sus lentes están chuecos sobre su cabeza y ronca profundamente. Sobre el televisor estaba el más reciente regalo de su antiguo trabajo, un billete de edición especial de los 40 años de la casa de moneda. Junto a su ropa doblada metódicamente, está su reloj y el par de lentes que usa para leer. El periódico estaba ahí, también. A últimos años su pasión por el fútbol se ha vuelto desmedida. Compra el Record y lo devora. Ya no dirige equipos de fútbol con mano de hierro, ni se hace acompañar de adolescentes a los cuales guiar como si fueran hijos propios. Ahora, siempre está cansado. Le duelen sus pies y se apoya de un bastón. Siempre está muy limpio, muy rasurado, muy planchado y con sus zapatos brillantes, eso sí.

Antes era más alto que yo; ahora le sacó fácilmente diez o quince centímetros. Su cabello siempre ha sido de un plata brillante y su sonrisa sigue cautivando a las empleadas del mostrador del hospital, o a las dependientas farmacéuticas. Tiene una pequeña caja de aluminio donde guarda sistemáticamente las pastillas del día. Sigue siendo testarudo y nervioso. Cada vez más, pienso yo. Revisa una y otra vez los niveles del auto. Agua, aceite del motor, aceite de la dirección, el líquido de frenos, las llantas, las bisagras de las puertas y cualquier ruido.

Mi abuela estaba dormitando en la cama. El radio, fiel compañía desde siempre, está encendido en una estación mal sintonizada. El ruido blanco y las voces se entremezclan para producir una música estridente. Le bajo un poco, justo lo necesario para no convertirlo en silencio. Tiene sus piernas vendadas y apenas me siente se despierta. Ha llorado. Todo lo que sucede allá afuera, todo lo que he venido pensando, ideando, se derrumba ante su mirada triste. No soporto verla así.

Me pregunta sobre mi vida y escuetamente le respondo algo. Ya sé que se alarma de más. Me dice que está preocupada por una prima que está embarazada, que le preocupa una vecina de su misma edad que no tiene más familiares. “Cuida a unos periquitos australianos. Pobre, imagínate que se muriera, ahí, sola. ¿Cuánto tardarían en encontrar su cadáver?”

Trato de decirle que eso no pasará, que debe de tener algún hijo o nieto. Luego me dice de los ejecutados en el norte, de los políticos corruptos, “Se viene a enriquecer de nuestro México”, de un señor que atropellaron en la mañana mientras transportaba a sus esposa en bicicleta. Sé que todo eso lo escucha con Martínez Serrano, que es adicta a su programa. Lo malo es que lo pasan de lunes a domingo y desde muy temprano. Su vida se ha reducido a escucharlo y comentar lo que dicen ahí. A mí me deprime. Es el programa más melancólico y deprimente que he conocido.

Le hago una broma y le pido, por enésima vez que no escuche a “Serrano”. El viento chilla afuera, hace frío y me pregunta por Tlaxcala. “¿Cómo está el clima allá, hijo?” Le digo que más helado y nublado que acá. “Son flagelos hijo, flagelos, avisos del fin del mundo.” Me siento junto a ella, le acaricio el cabelló y trato de no llorar.