lunes, 26 de abril de 2010

Historia de un Virrey


Pues ahí tienes que este era un hombre con talento para escribir. Era un tipo agradable, inteligente y con muchos amigos. Un lector voraz, crítico, discriminador de malos textos, que había leído muchos grandes libros, que entendía el inglés y que había sido un estudiante brillante. No era muy guapo, pero sus conquistas menudeaban; al grado de tener algunos matrimonios exóticos, por decirles de alguna manera: rusas, chinas y argentinas rubísimas.

La gente que lo conocía poco a poco le fue dando credibilidad hasta que se volvió un referente de su estado. Era casi el Virrey de su patria chica. Su palabra tenía peso y fuerza. Los jóvenes escritores, apenas unos años menores que él, lo buscaban para conversar y asistir a sus talleres. Maestro, le prodigaban en las calles, él sonreía y con su mano les regalaba un saludo discreto. Le escribían agradecimientos en su facebook cuando aceptaba a un nuevo fan. Se debatía entre ser “undergraso”, por sus lecturas juveniles o abandonarse a la mano lujuriosa del Sistema. Maldito Bukowski, maldito Kerouac, por qué lo conflictuaban. Los mismos que le habían dado vida en su juventud, ahora lo interpelaban con sus escritos.

Un día publicó un libro y sus amigos le brindaron litros de tinta en los medios nacionales. Fue un suceso; pocos fuera del círculo literario lo leyeron, pero en el medio fue una revelación. Su prosa era bella, destructora, mordaz. Retomaba elementos propios de su comunidad y los brindaba nuevos, contemporáneos. Firmo contratos en España y le ofrecieron puestos burocráticos. Por fin podía comprar la coca sin rebajar.

Caminaba henchido de gloria. Sus lecturas eran verdaderas provocaciones donde hacía desplantes dignos de una diva. Cuando sus amigos de antaño le pedían consejo, él hacía como que no estaba. No podía volver atrás, ya era una figura pública que escribía en los periódicos importantes del país. Hasta se hizo una biografía en la Wikipedia y se sentó a leerla una y otra vez. Ah, que grande soy, se decía convencido de su talento. Un día llegó a su casa y no había nadie. Leyó de nuevo su biografía en la red y se metió un pase de coca en la soledad de su sala.

lunes, 19 de abril de 2010

Él


Luego sale. Su papá lo tiene recluido en su negocio porque muy seguido le dan ataques violentos; sufre de esquizofrenia y está medicado al tope. O cuando menos eso dicen los que lo conocen bien. Alguna vez -platicando en la calle con él- un tipo de chamarra de cuero y cabello largo comenzó a ofendernos, cosas del alcohol. Yo me fui y cuando regresé el tipo estaba en el suelo sangrando y nuestro personaje tenía su puño salpicado del líquido rojo.

Luego anda suelto, con la ropa sucia y el cabello grasoso, como si llevara mucho tiempo sin bañarse. En esos momentos trato de darle la vuelta, así que lo observo desde lejos y me voy por otro lado. A veces está sentado en el mismo café al que a veces voy y nos ponemos a platicar trivialmente de algún libro o un disco. Se ve radiante, limpio y hasta podría pasar por uno de esos intelectuales de pueblo que leen en los cafés.

La otra vez me lo encontré en una cervecería. Estaba sentado con cuatro o cinco adolescentes. Como sea, me guarda cierto respeto, cosa que no le prodigaba al resto de sus acompañantes. Las cervezas ya se habían ido y él dominaba la acción con su estatura enorme y su sobrepeso. Yo soy de esa generación del Juan Conde, me dijo a bocajarro cuando iba pasando. Siéntate Iván, me pidió de manera amable.

Me contó una truculenta historia que comienza con un viaje a Chiapas donde conoció al Sub comandante Marcos. Dice que atravesó la selva y comió carne humana con él y un viejo amigo ya muerto. Que conoció ahí mismo al líder de una agrupación de bikers muy enferma. Un grupo de personajes que viven en cuevas cerca de Nueva York. Ahí, viven en una comuna donde esperan el final. Que por las noches bajan a la ciudad y “roban, matan, violan, destruyen” para regresar ya de mañana a prender una enorme fogata y bailar.

Según él, el líder de estos motoristas le dio un boleto para acompañarlo el día que quisiera; sólo que me cedía ese derecho a mí. Que si yo quería el boleto ya era mío y podía ir a visitarlos cuando quisiera. Brindé por la distinción y me fui de ahí.

lunes, 12 de abril de 2010

Latinoamérica resiste


Y resiste toda clase de problemas, desde los naturales, como incendios forestales, marejadas, temblores, lluvias y sequías, hasta a sus corruptos y torpes dirigentes, sus caudillos enloquecidos y su propia estupidez. Resiste el capitalismo salvaje y el saqueo. Por lo que su cine debería necesariamente refleja este espíritu de desesperanza y violencia urbana.

En Rodrigo D. No hay Futuro, la opera prima del colombiano Víctor Gaviria, el personaje principal recorre los barrios marginados de Medellín buscando algo que hacer. La pobreza, la violencia constante sugerida por una banda sonora llena de punk rock, nos brindan un retrato de lo que era vivir en un momento en que la cocaína encumbraba reyezuelos en Colombia, México y Estados Unidos. El mismo Gaviria nos ofrecería otro relato tremendo con La Vendedora de Rosas. Cinta, deprimente y cruda, donde las haya.

No es de extrañar que México tuviera aportaciones a esta violencia cotidiana, donde los jóvenes se enfrentan a ambiente adversos, como sucede en De la Calle. Esta obra intenta reflejar el medio hostil de la capital Mexicana. Sin embargo, se cuela un tufillo clasemediero en todo momento. Películas sin tanto renombre, como Perro Callejero y Ratas de la Ciudad son más directas y descarnadas que la mencionada. Es cierto que las capacidades actorales de los involucrados son pocas, que rayan en el melodrama, pero los mexicanos somos melodramáticos per se.

Ciudad de Dios de Fernando Meirelles y Kátia Lund, fue un mazazo en muchos sentidos. Por la puesta en escena, por la forma en que está filmada, por utilizar gente interpretándose a si misma -como ya lo había hecho Gaviria- y por mostrar al gran público que el cine brasileño existía. Aquí, la épica historia del auge y la caída de un par de capos juveniles nos ofrece la descomposición social del Brasil.

La argentina, Pizza, Birra y Faso, nos cuenta la historia de un grupo de adolescentes ladrones, que viven al día, buscando lo suficiente para la pizza y las cervezas (birra), en un Buenos Aires tremendamente jodido. En cada una de ellas se refleja los puntos de toque de la juventud latinoamericana. Simplemente terrible.

Mi lugar

Les habían dicho que lo esperaran en el parque. Así funcionaba el sistema: ellos mandaban un mensaje y el diller les llamaba desde un público para decirles donde esperarlo. Debían esperarlo todo el tiempo que fuera necesario, porque luego llegaba a tardar. Pero si te llamaba era seguro, por eso ambos se sentaron plácidamente en la jardinera del parque, volteando a ver para todos lados. Querían “café”, porque ya iban varios días sin que nadie les “tirara” más que apenas un cualquiera. Y comenzaban a sentirse intranquilos sin su reglamentario “churro”. Más Tito, porque El Chaque se metía mona de vez en cuando.

El Chaque deja en el suelo una bolsa de papel en la que trae envueltos unos vestidos y se busca en los bolsillos algo de dinero. ¿Y si vamos por unas frías? Como quieras, le contesta Tito. Corren al Oxxo y se hacen con dos latas de Sol. Voltean para todos lados y no ven a nadie que se acerque a ellos. A veces el bueno, por pura seguridad, manda a alguien con el encargo y se va de inmediato.

¿Qué traes ahí? Dice Tito bebiendo de su insípida cerveza. Unos vestiditos, se los traía al Chemi, para ver si me los compraba, pero no lo veo por ninguna parte. Ya ves que luego se va a vender fuera. No creo que quiera, ahora anda con la cosa de la joyería. Afirma Tito viendo de reojo a alguien que se acerca a las espaldas de Chaque.

El que se acerca es un tipo con rastas, la cara marcada por el tiempo y los golpes. Trae un tatuaje mal hecho en el antebrazo. Todo pasa tan rápido que apenas si Tito logra dar un salto hacia atrás. El tipo agarra a Chaque por la espalda y le da un golpe en la parte baja. Luego le asesta su puño en la cara, justo en el ojo izquierdo. Chaque solo gime brevemente y se deja caer en el suelo.

Tito intenta acercarse a su amigo y el rastudo lo empuja por el cuello ¡No le saltes güero! La cosa es con él, no contigo. Si le brincas también te toca. Tito se paraliza cuando ve un picahielo en la mano del tipo. Se ve las manos y se da cuenta que tiene sangre en ellas. Se quiso chingar mi lugar, güero. Y la neta nadie me hace eso. Ábrete y tú nunca me has visto. El rastudo corre y Tito hace lo mismo, pero en sentido contrario. Cuando el diller llega el Chaque se sigue desangrando en el suelo, con sus vestidos en la bolsa.

lunes, 5 de abril de 2010

VHS

Tengo varios VHS en casa y es que mi familia es adicta al cine desde que yo tengo memoria. Antes de que se popularizara el formato Beta, de Sony, se cooperaron para comprar un proyector de super 8. Lo trajeron de Reinosa, vía unos familiares que vivían en Tampico. Acondicionaron una habitación vacía y proyectaban para amigos y vecinos algunas películas. Recuerdo que la primera que tuvimos fue una versión recortada de Domingo Negro. Esa peli basada en una novela del entonces desconocido Thomas Harris. Iba de un grupo de palestinos que quería soltar una bomba en el Superbowl en Miami.

Me encantaba oír el sonido de la máquina pasando la cinta de un carrete a otro y el sonido conectado a unas bocinas enormes de cajón de madera. Me gustaba ver la cinta atravesada por la luz y como esas imágenes fijas se convertían en movimiento. Siempre he pensado que el cine es un artilugio alquímico, que no tiene nada que ver con la técnica, sino con la magia. El cine revive muertos, hace cantar a la gente, la hace reír y hasta provoca dolores de cabeza.

Luego, una señora rica que quería con mi abuelo, nos vendió una videocasetera Beta y fue la delicia de todos. Un tío y yo, más o menos de la edad, pintábamos la cartelera a proyectar esa semana. Porque en aquellos tiempos encontrar cintas piratas era en verdad complicado y muy ilegal, así que eran pocas las películas que se podían ver.

Recuerdo que llegaba un compa con un portafolio negro de esos de Samsonite y lo abría hasta que estaba dentro de la casa. Ahí mostraba poco a poco los hallazgos: Conan El Bárbaro, películas de guerra Filipinas, que pensaba eran gringas, Mad Max, Un detective suelto en Hollywood, Guerreros del Bronx, Escape de Nueva York, Castillos de Hielo y muchas románticas. Casi siempre se hacían con las de terror, como La Profecía, El Exorcista o un Hombre lobo Americano en Londres. Mientras yo le pedía las de ciencia ficción en renta. El hombre regresaba cada semana con novedades. Luego dejó el maletín y lo cambio por una maleta verde, de militar. Para ese momento ya era todo un capo de la piratería.

En pocos años compraron una VHS de Samsung y comencé a grabar cintas de la tele y a comprar mis propios videos. El aparato tenia un control alámbrico con un cable de casi doce metros. Hace poco hice limpieza y vi todos mis VHS llenos de polvo, muchos de ellos echados a perder por una lluvia torrencial y decidí tirar todos, a excepción de unos pocos que no se irían con el camión. Pero no lo pude hacer. Desde su repisa me siguen saludando Hitchcock, Croneberg y Kubrick. Simplemente sería como tirar parte de mi vida.