martes, 15 de junio de 2010

En una pensión I


Cuando me quedé sin dinero, dejé de darme la vida de rico que acostumbraba. Ya no más jarras de vino tinto de Mendoza, ya no más cortes de alta calidad, ya no más pan negro con gorgonzola encima, ya no más visitas a las prostitutas de la Florida. Así que decidí salirme del hotel e irme a vivir a una pensión, donde compartía dormitorio con tres alemanes, un francés y un inglés, todos ellos, blancos, de ojos claros y apestosos hasta la nausea.
Había unos loquers justo a un lado de la cabecera de mi cama, donde guardábamos nuestras cosas. Así que en la mañana, cuando era hora del desayuno el ruido era insoportable. Ruidos de candados, de puertas y gritos en varias lenguas. Llegar de noche era encontrarse con que la habitación olía terrible. Apestaba de una manera vomitiva. Los gases, los olores sexuales de estos tipos, la micosis de los pies, el sudor y sus ropa sin lavar producían un olor nauseabundo, asqueroso.
Cuando llegaba de noche, con los humos del alcohol haciéndome girar la cabeza, abría la puerta y ese fétido cúmulo de asquerosidades me daba de llenó, casi siempre acababa bajando de nuestro cuarto de azotea para ir a vomitar al baño. Entre estertores, a unos centímetros de la taza del baño, me revolvía el estómago de nuevo de solo pensar en volver hasta donde estaban ellos.
Los tres alemanes, unas enormes estatuas de carne, de casi dos metros, sacaban sus enormes pies y las moscas se posaban sobre ellos. El zumbido de las moscas, cuando ya estaba en mi solitaria cama –porque con suerte había podido hacerme con el único mueble que no era litera- me hacía pensar en cadáveres frescos que dormitaban al lado mío. Pensaba que cómo era posible que esos seres que aseguraban ser los más conscientes y civilizados del planeta, no eran capaces de tomar un baño seguido. Cómo era posible que el inglés ese, por demás estereotípico, con su cabello pintado de azul y aretes en los pezones y la cara, no tuviera empaño en llevar más de quince días con la misma ropa. Cuando se quitaba sus calcetines eran de una textura similar al cartón, con manchas de hongos ya por todos lados.

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