miércoles, 23 de junio de 2010

En una pensión II

Una mañana, que el hambre arreciaba, fui al comedor del hostal y me serví lo que había de desayuno: cereal, leche y pedazos de baguete con mantequilla y mermelada falsa de fresa. Esa era toda mi comida del día. El francés siempre me sonreía con complicidad. Era un tipo alto, de ojos verdes, con el cabello en retirada y una sonrisa contagiosa. A señas me dijo que quería compartir de sus alimentos.
Sacó una baguete enorme, un paquete de prosciutto y un trozo de queso azul. Yo comencé a babear. Sólo faltaba el vino tinto, pero no importaba. Ya era demasiada suerte que quisiera compartirme esos manjares. Tomé un pedazo de pan con las manos, pero el galo me dio un cuchillo de sierra que guardaba en algún lado. Muy feliz me dijo algo; yo embarré el delicioso queso en el pan cortado, luego puse una ración generosa de jamón y le pegué una mordida con pasión. Ah, lo salado se aferró a mi lengua y comencé salivar.
Mi benefactor hizo lo propio y comenzó a mascar su comida con la boca abierta y tronándola lo más fuerte que podía. El sonido que producía su boca era tan alto, tan asqueroso que pronto dejé de disfrutar mi trozo de baguete. Lo masticaba, pero no había en ningún momento placer por lo grasoso del queso o por la carne curada. Pronto comencé a sentir un vómito que me venía desde dentro del estómago. Me disculpe y fui al baño a vomitar.
Cuando regresé ya se había ido. No había nada de comer en nuestra mesa así que me senté a ver el sol de la mañana cómo iba inundando las azoteas de Palermo. Me sentí tan solo, tan perdido, tan lejos. Supongo que así se sentían los primeros navegantes que llegaban a tierras extrañas. Aquellos apestosos corsarios que viajaban durante días, meses hasta llegar a un puerto alejado y darse cuenta que estaban allá, alejados de sus graneros.
De improviso pensé en quedarme, en ya no regresar, en ser una sombra más en las calles. En disfrutar del anonimato que dar ser un pre pordiosero. Me gusta eso de no tener que saludar a nadie o conservar un personaje. Me fui a dormir y la que limpiaba el piso, una correntina muy bella, me sonrió.

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