martes, 23 de marzo de 2010

Lo que tengo aquí

Rodolfo es medio gordo, con una barba rala y ojillos curiosos. Le gusta vestirse como chico de “buena colonia”, pero sus rasgos toscos lo delatan de inmediato. Se acomoda una larga bufanda gris-negra al cuello y camina contra el viento con un aire romántico. Un día llamó por teléfono a un amigo y se quedaron de ver en la ciudad. Ambos tenían varias semanas sin verse y parecía buena idea platicar en un lugar neutral, en el que se encontraban por causalidad. La cita fue cerca de un metro, que además estaba cerca de una librería y de un restaurante de comida mexicana tradicional.

Rodolfo tenía ciertas pretensiones “pequebus”, le dijo una novia “comunistoide”. Así que podía llenar las tarjetas de crédito a tope con tal de darse la “buena vida”. El lugar era caro, pero servían un excelente chicharrón carnoso que para una mañana fría como esa, iba tremendo. Ambos amigos se sentaron a la mesa y de inmediato se sintieron a gusto. Los mullidos sillones, las camareras solicitas, el buen café veracruzano y los olores del epazote, el ajo, la mejorana, los chiles.

Platicaron con soltura de policía, de libros, de programas de televisión y rieron un poco. El café pronto dio paso al jugo de naranja. Su amigo pidió un anís para controlar el frío. Te noto medio triste, le dijo a Rodolfo. Esa mujer me está matando, contestó en un susurro. Está loca. En verdad que está mal. Me dice que sí, pero me da la vuelta, se esconde. Entonces es no, Rodo. Cuando dicen no y te besan es sí, pero si te dicen sí y no se aparecen, es mejor alejarse. Uno es de palabras, ellas de hechos.

Rodolfo torció la boca y confesó a bocajarro una historia enredada de sexo mal acabado, de gritos en el teléfono y regalos, muchos regalos. La amo, no sabes como amo a esa mujer. Y no la voy dejar, no, nunca. Pego dos o tres puñetazos en la mesa. Algunos voltearon y una mesara los vio de reojo. Su amigo se acomodó en el sillón y sugirió con mucha cautela: Y si visitáramos a un amigo psicólogo, Rodo. Tal vez el pudiera ayudarte. No, no, no, no. Lo que tengo aquí, dijo señalándose con fuerza la sien, no se lo puedo soltar a nadie.

Ambos se quedaron en silencio. Al poco rato se levantaron y cada uno se fue por rumbo diferente.

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